26 de marzo de 2018
Bangui, República Centroafricana.- En la sangrienta guerra civil centroafricana se cometieron crímenes que son, como poco, brutales. Especialmente las violaciones. Hoy en la capital, Bangui, la seguridad está garantizada por el contingente militar de la ONU, pero la tensión es palpable en todos los rincones de la ciudad.
Se suceden los ajustes de cuentas entre grupos armados, y muchos tienen como origen la violencia contra las mujeres. Muchas de las víctimas buscan justicia apelando a la ley del país más pobre del mundo, pero esta ley, que muchas veces parece sorda, tarda en hacer su curso.
Episodios como el que cuenta Saint-Regis Nganare, de 22 años, habitante del distrito PK5 de Bangui, estaban a la orden del día cuando estalló el conflicto.
«Una mañana en este pozo encontramos unos cuerpos en descomposición. Eran una mujer y su hijo. No sabría decir cuánto tiempo hacía que estaban allí dentro, en el agua. No me atrevo a imaginar lo que les hicieron antes de arrojarlos allí”, relata.
Agrega que “algunos muchachos del barrio y yo llamamos a la policía, pero nunca se presentaron, por lo que nos encargamos nosotros de sacarlos del pozo y enterrarlos. A lo largo de 2013 muchísimas personas fueron asesinadas y arrojadas a pozos como este».
El PK5 es una de las zonas más populares de la capital. Aquí se encuentra el grandmarché, centro de la vida comercial de Bangui. El barrio está habitado principalmente por musulmanes, que aquí, a diferencia del resto de la República Centroafricana, son mayoría.
Alrededor, sin embargo, todo es destrucción. El PK5 fue uno de los principales escenarios de los enfrentamientos entre las milicias e incluso hoy basta una mirada sospechosa, una palabra fuera de lugar o un accidente de tránsito para que la sangre fluya.
A finales de 2012 los rebeldes Séléka (alianza en lengua sango), musulmanes, protagonizaron un golpe de Estado y pusieron en el poder a uno de sus hombres. Para contrarrestarlos surgieron las milicias cristianas Anti-Balaka (Anti-Kalashnikov).
Pronto la situación degeneró hasta el estallido de una guerra civil a la que todavía no se logra poner fin.
Los militares del contingente francés Sangaris, los de la Unión Africana y los de la Minusca (la Misión de Estabilización Multidimensional e Integrada de las Naciones Unidas) solo pudieron limitar los daños de la guerra.
Entre 2013 y 2015 Bangui fue testigo de ejecuciones sumarias, torturas y violaciones. Unos crímenes que se perpetúan sin descanso en las provincias más periféricas.
Antes de la guerra las comunidades cristiana y musulmana coexistían en una paz relativa. Los matrimonios mixtos no eran una rareza.
«Es increíble -dice Nadia Ngondayen, de 32 años, en el salón de su modesta casa- cómo han cambiado las cosas. Antes celebrábamos las fiestas todos juntos, había buenas relaciones de vecindad. Pero ahora… no me lo explico. No es una cuestión de religión, es solo sed de poder”.
“En noviembre de 2014 iba al mercado cuando, en el camino, un miliciano de los Séléka se me llevó por la fuerza. Me violó, me golpeó brutalmente y se fue como si nada hubiera pasado. Hablé sobre el incidente con un abogado, con la esperanza de que pudiera ayudarme a identificarlo y denunciarlo”, recuerda.
“Desafortunadamente –añade-, no fue posible. Solo quería justicia. A raíz de la violación, mi esposo nos abandonó a mí y a mi hija. Odio a mi violador no porque sea musulmán sino porque me destruyó la vida».
Los casos como el de Nadia se cuentan a centenares en Bangui. Daniela Hetmann Bakota, de 17 años apenas cumplidos, es uno de ellos.
«Salí de casa -explica la chica, sentada en el sofá de su pequeña habitación- para ir a comprarle frutos secos a mi padre. Cuando volvía me detuvieron unos milicianos Séléka, que me robaron y me llevaron a una choza. Abusaron de mí. Cuando voy por el barrio la gente se burla de mí, me dicen que soy la prostituta de los Séléka. Desde entonces la escuela es un infierno para mí».
Desde detrás de la puerta, con los ojos llenos de lágrimas, su padre, Alain Lebrun, escucha la historia por enésima vez.
«Me siento culpable -confiesa el hombre, lleno de frustración- porque fui yo quien le pidió que saliera. Pero los verdaderos culpables son los musulmanes. Si tuviera armas, me vengaría. En este maldito país no hay otra manera de tener justicia que las armas”.
“A la policía le da igual, saben perfectamente dónde atrapar a los criminales. Siento una punzada en el corazón cada vez que pienso en mi hija Daniela. Le arruinaron la vida y yo no puedo hacer nada para compensarlo», señala.
Mientras la comunidad cristiana da palos de ciego en busca de justicia, la musulmana, más unida, aprendió a organizarse.
La Coordinación de las Organizaciones Musulmanas de África Central (COMUC) recopila denuncias contra todos los que han cometido actos de violencia contra musulmanes en todo el país. Malick Karomschi es su director: «Nuestra ONG defiende los intereses de la comunidad”.
Explica: “Ayudamos legalmente a los familiares de víctimas de asesinato, a víctimas de tortura y especialmente a víctimas de violación. Se trata de delitos cometidos por los diferentes grupos armados de aquí: Anti-Balaka, Séléka, Minusca y Sangaris».
El director Karomschi siempre está ocupado. Cada día llaman a la puerta de la sede de la COMUC hombres y mujeres con ganas de contar su historia. Sentados en bancos de madera, esperan su turno personas lisiadas, huérfanos, viudas, etcétera.
Para cada uno de ellos Karomschi prepara un dossier -en el que recopila pruebas y testimonios- que luego entrega a un grupo de abogados.
Finalmente, los casos se presentan al Tribunal Penal Especial centroafricano. Hasta ahora Karomschi registró tres mil 100 víctimas, dos mil 800 de las cuales denuncian a los Anti-Balaka y otras 185 a los Séléka. Todavía no se presentó ningún caso ante el tribunal. «Hace falta tiempo para estas cosas», dice el director.
La sede de la ONG no es más que un pequeño garaje. En el interior hay un escritorio, un ventilador y un par de estantes con pilas y pilas de archivos. La mayoría están marcados con la letra «V», de violación. Es el turno de Amira Djingatouloum, de 20 años, que quiere saber en qué punto está su caso.
«Sucedió en diciembre de 2014 cerca de Bambari -recuerda-, en mi pueblo. Fue a última hora de la tarde. Un soldado del contingente burundés de la Minusca me siguió y me violó en el bosque. Todavía no pudimos identificarlo, pero somos optimistas». Después de la violación, Amira se quedó embarazada y tuvo al bebé, por lo que abandonó los estudios.
Kadidja Mahamat, de 17 años, va a la escuela. Sueña con ser enfermera, al igual que la mujer que la cuidó después de la violación de la que fue víctima en la ciudad de Bangassou en marzo de 2015.
«Los Anti-Balaka -recuerda- entraron en la ciudad y lo quemaron todo, incluso la Gran Mezquita, donde mi madre y yo nos refugiamos pensando que estaríamos a salvo. Nos equivocamos. Apuntándonos con armas, nos ordenaron seguirlos. No podíamos hacer otra cosa y, dentro de una casa que habían ocupado, abusaron de nosotras».
Las tragedias que Karomschi debe escuchar y documentar van más allá de lo que uno pueda imaginar. Videos y fotografías tomados con teléfonos móviles en las que se ve a personas destripadas, carbonizadas, descuartizadas con machetes. Niños incluidos.
«Casi no duermo por las noches -admite-, pero no podemos parar. Las personas que acuden a nosotros suelen ser analfabetas, nunca podrían recurrir a la justicia por ellas solas”.
“Para ellos nuestros servicios son gratuitos, seguimos adelante gracias a las ofertas de la comunidad. Los culpables deben ser perseguidos, juzgados y condenados. Solo de esta manera las víctimas tendrán justicia y una compensación justa», refiere.
La violación es un delito punible según la ley de la República Centroafricana, y a menudo también constituyen crímenes de guerra, o incluso hay extremos para considerarlos crímenes de lesa humanidad.
Sin embargo, hasta la fecha ningún miembro de las milicias fue arrestado o acusado de violencia sexual. Parece claro que la violación se convirtió en una táctica de guerra: los comandantes toleran la violencia sexual, si no es que directamente la ordenan. Así, es imposible contar con datos fiables sobre la cantidad de violaciones que tienen lugar en el país.