20 de noviembre de 2017
Phnom Penh, Camboya.- Ice, Yaba, Meth y Crystal Meth son los nombres principales con los que se conoce a un tipo particular de metanfetamina en Camboya. Al igual que en otros países de la región, aquí la adicción a la metanfetamina también es un fenómeno que afecta a un número cada vez mayor de personas.
En los últimos años la policía camboyana ha lanzado masivas campañas antidrogas que han llevado al arresto de miles de drogadictos y traficantes, quienes con demasiada frecuencia reciben el mismo trato ante la ley.
Varias organizaciones humanitarias denuncian las reiteradas violaciones de los derechos humanos y, mientras tanto, las cárceles de Camboya siguen registrando cifras récord.
I., M., H., C., S. y A. -quienes por razones de seguridad piden no revelar sus nombres completos- son amigos desde hace mucho tiempo. Todos nacieron y crecieron en Mean Chey, un barrio periférico de Phnom Penh. Mean Chey es un suburbio, una sucesión de barracones al lado de un pantano y un pequeño arroyo que desemboca en el Tonlé Sap, el río que baña la capital.
En el denso serpenteo de callejones que es Mean Chey el sol apenas penetra, a diferencia de la lluvia, que en cada gran tormenta entra en las casas a través de los techos de plástico y chapa.
Los chicos, que tienen entre 23 y 27 años, se encuentran a primera hora de la tarde para fumar un poco de Ice. Lo hacen en casa de I., que consta de una única habitación con una cama en la que el joven duerme con su madre y dos hermanas.
«Venga, rápido -exclama el joven dirigiéndose a M.-, saca la botella y las pajitas, tengo la hoja y el mechero. Tenemos que apresurarnos antes de que mi madre regrese del trabajo. De lo contrario, tendremos problemas».
Es el dueño de la casa quien lo prepara todo: una pipa de agua hecha de materiales fácilmente rastreables. Solo queda aspirar desde la pajita y esperar a que el Ice surta efecto.
En el Sudeste Asiático son sobre todo las clases más bajas las que consumen metanfetamina. Pero la burguesía medio-alta no se libra de ello. Las drogas de esta familia, que tienen forma de pequeños cristales, las toman los chicos por la noche en la discoteca, las prostitutas antes de recibir a los clientes, los trabajadores y los taxistas para trabajar tantas horas como sea posible.
Se trata de potentes excitantes que, si se toman durante un periodo prologado de tiempo, pueden provocar enfermedades psiquiátricas a menudo irreversibles. En Camboya el precio de una dosis puede variar de los 5 a los 10 dólares.
Después del ritual, tras beber algunas latas de cerveza y Coca-Cola, los seis chicos se levantan y salen para sentarse en la entrada de la barraca de I. Aquí se quedan unos minutos en silencio mientras observan a sus hermanitos y primos jugando descalzos en un charco de color azul cobalto.
A su alrededor, en todas partes, hay basura de todo tipo; ahí dejan libres a gallinas y polluelos. «Mean Chey -sentencia el grupo de amigos- es un contenedor a cielo abierto, hay poco que hacer. Y lugares como Mean Chey hay muchísimos en Camboya».
I., quien es conductor de mototaxi, es el primero que se suelta de los seis: «Cuando consumo Ice, casi nunca tengo suficiente con una sola dosis, y cada vez gasto hasta 20 dólares. Lo sé, es mucho dinero, pero también lo hago porque cuando consumo tengo más energía para trabajar toda la noche”.
“Me gusta el Ice –dice- porque me hace sentir invencible y me hace ganar más dinero. El problema llega cuando desaparece el efecto. La cabeza ya no va a mil revoluciones y me encuentro aquí, en medio de este desastre. No puedo parar, lo intenté pero no puedo».
En los últimos años la policía, que registró un aumento considerable del fenómeno, ha lanzado masivas campañas contra las drogas que sobre el papel prevén el arresto de traficantes y consumidores y la inserción de estos últimos en centros de rehabilitación, pero que en la práctica han comportado una gran cantidad de arrestos arbitrarios y abusos de todo tipo.
La última campaña, que comenzó en enero de este año y finalizó en junio, se concluyó con la detención de más de ocho mil presuntos traficantes de drogas y drogadictos, un dato alarmante si consideramos que en todo 2016, según las estadísticas oficiales, fueron arrestadas un total de nueve mil 800 personas.
La Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OACNUDH) expresó preocupación por la igualdad del trato que se dispensa a los traficantes de drogas y a los adictos, independientemente de la cantidad de la droga con la que se le atrape, y la falta de atención médica después del encarcelamiento por falta de fondos.
Por su parte, el Cambodian Center for Human Rights (CCHR) subraya la sobrepoblación de las cárceles y el excesivo tiempo que hay que esperar para la primera audiencia ante el juez.
«Por el momento -explica Ouk Tha, del Cambodia Network for People Who Use Durgs (CNPUD)- conseguimos una gran cantidad de pruebas a favor de la inocencia de los drogadictos a los que asistimos y contra los brutales métodos que utiliza la policía, pero rara vez se nos da la oportunidad de llevarlas a los tribunales”.
Comenta que lo que más les preocupa “es la dificultad que tienen los adictos para acceder a la atención médica, y esto también se debe a que las autoridades judiciales tardan mucho antes de clasificar por un lado a los traficantes y por el otro a las personas con problemas de drogadicción».
No parece que el Ice le haya hecho mucho efecto a M., que desde hace unos minutos parece estar fuera del grupo. «Este ya ni siquiera sabe cómo fumar», bromea C., que provoca la risa de sus compañeros.
«No es lo mismo -dice C., que de repente se pone serio- desde que mi esposa fue arrestada». Desde diciembre pasado su mujer, también adicta, está en la cárcel porque la policía la sorprendió mientras compraba una dosis de metanfetamina.
Por unos momentos M. vuelve a sí mismo y añade: «En esa redada se la llevaron tanto a ella como al traficante. Por lo general, la dosis la compraba yo para los dos. Pero esa vez lo quiso hacer ella, tal vez tenía el síndrome de abstinencia”.
“El hecho es que desde entonces siempre estoy mal y consumo cada vez más. También comencé con ketamina, pero aún me siento mal. Un día pararé. Y tengo que hacerlo lo antes posible. Si continúo así, no tendré dinero para comprar leche para nuestro hijo, que ahora está en la cárcel con ella», admite.